REFLEXIONES EN VOZ ALTA

ZAPATERO A TUS ZAPATOS

La última Feria del Libro de Madrid ha suscitado una curiosa polémica. Se han levantado voces a favor de los escritores, consagrados o noveles, y en contra de aquellos contertulios, periodistas, famosos y famosillos que han presentado sus libros, entre largas colas de un público que se acerca no se sabe bien si para verlos o porque realmente está interesado en su publicación.

Creo que es lamentable ver cómo esos autores que pueblan las páginas de los libros de texto de nuestros hijos como figuras vivas de la Literatura española contemporánea, reciben la visita de contados paseantes que muestran interés por su obra. Sin embargo, aquella mujer que solo tuvo como misión dar la vida a un reconocido torero se harta de firmar uno tras otro ejemplar.

Con esto no quiero decir quién tiene derecho o no a escribir un libro. Todo el mundo, independientemente de su profesión, edad, cultura, o ideología, tiene, seguramente, una historia que contar. Ahora bien, qué debe prevalecer: la historia en sí o cómo está contada. Yo me quedo con las dos.

Resulta evidente, por otro lado, que los datos objetivos no mienten. Las editoriales aumentan sus ventas gracias a los libros que venden estas reconocidas figuras de la televisión. He escuchado a una de ellas incluso añadir que se debe fomentar la lectura, del tipo que sea.

Y yo me pregunto, ¿no es mejor captar un lector de calidad que no cantidad? Considero, y es una perspectiva personal, que se debe luchar por captar al lector desde pequeño. Los niños son lectores en potencia que hay que mantener. Creo, sinceramente, que la literatura juvenil hasta hace muy poco ha sido escasa, pasando de los libros infantiles a los de adulto no cubriendo las necesidades de un público que no encontraba la oferta que demandaba y que sí podía cubrirse con televisión, videojuegos, ordenadores, etc.

Además, creo que muchas de las subvenciones que se han perdido en construcciones inútiles, en festividades, efemérides diversas, y otros tantos eventos sin un fin claro, deberían haber ido a parar a las editoriales que, en definitiva, son las que nos proporcionan la materia prima que puede ayudar a un país que busca progresar.

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Tengo el privilegio de rodearme de muchos familiares, amigos y conocidos docentes de profesión; muchos de ellos, la mayoría, desempeñan su labor en la escuela pública.

Son todos ellos, me consta, docentes por vocación que instruyen, cuidan y muchas veces hasta educan a nuestros vástagos, cumpliendo con deberes y obligaciones que las más de las veces deberían de ser parte de la educación paterna. ¿Quién debe enseñarles a no mentir, no robar, a respetar al prójimo aun no compartiendo sus ideas? ¿Quién debe mostrarles el valor del esfuerzo y la satisfacción de la recompensa por un trabajo bien hecho? Esa es una labor esencial, es la tierra sobre la que caerá la semilla que hará germinar la instrucción de nuestros hijos y así, el día de mañana serán individuos pensantes, con sus propias ideas, con sus fallos y sus aciertos.

No estoy de acuerdo, en absoluto, con la imagen denostada que nos venden del profesor. Los acusamos, injustamente, de tener largas temporadas vacacionales, un sueldo excesivo y, por qué no decirlo, de no trabajar. El docente hace su trabajo, sigue las directrices que le marca la ley de turno, incluso rellena los interminables documentos burocráticos que le requieren sin olvidarse de dar su clase no siempre en las mejores condiciones (grupos muy heterogéneos, aulas masificadas, alumnos desmotivados,…) y les pedimos más. ¿A quién culpar de que el sistema educativo no funcione? Lo fácil es atacar al docente pero nos olvidamos de lo principal, a saber, la semilla nunca podrá crecer si no se planta en tierra fértil.

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¿QUÉ MAL PADECE LA CULTURA?
                ¿Realmente podemos hablar de un mal que acecha y ataca la cultura? La respuesta, desde mi punto de vista, es claramente un sí. Y es que me atrevo a afirmar que la cultura está enferma, es más, creo que agoniza lentamente.
                Solo tenemos que ver el telediario o leer detenidamente un periódico para sorprendernos con el cierre de una librería. Llamó mi atención, hace unos días, el caso de  Catalònia, en Barcelona, que desmantela rápidamente sus estanterías para impregnarse con el aroma de las hamburguesas de una franquicia mundial. La crisis que azota el país está llegando a los pequeños comercios, librerías de toda la vida, aquellas donde nuestros progenitores adquirían sus primeros libros, o donde nos compraron los ejemplares con los que nos hemos formado para llegar a ser lo que hoy somos, y que ante la falta de clientes tienen que echar el cierre. El librero ya no aconseja el último éxito literario paladeando cada metáfora presente en las páginas de un nuevo ejemplar que haría las delicias de un aventajado lector. Hoy en día, nos dejamos llevar por el populismo y en la lista de los más vendidos figuran ejemplares de los famosos de turno contándonos una todavía joven biografía.
Otra patología de esta rara enfermedad que padece la cultura está en el teatro. En mi ciudad, Guadalajara, los artistas luchan por que no se cierre el Teatro Moderno, y buscan un espacio para sacar a la luz su arte al igual que los personajes de Pirandello buscaban a su autor.  Y ya es difícil tener que luchar contra las escasas aportaciones de las Administraciones o tener que llenar el teatro de espectadores reticentes que se dejan seducir por los efectos especiales del cine o los goles de los Cristiano o Messi de turno, como para, además, prescindir de un lugar donde desarrollar tu trabajo.
Y qué decir de los cines. Los desorbitados precios provocan una caída de los espectadores que solo llenan las salas con unos cuantos films, principalmente de aquellos que vienen precedidos de una arrolladora publicidad o que han sido protagonizados por los actores o actrices del momento. Y si acotamos más la cuestión y nos ceñimos al cine español nos damos cuenta de que, aunque vaya ganando en calidad, todavía no tenemos los medios para competir con la imponente industria norteamericana que apuesta por películas no siempre de gran calidad pero que llenan salas imponiéndose a las nacionales.
¿Y la música?  Tampoco se salva.
En definitiva, creo que el diagnóstico de nuestra cultura es desolador pero quiero creer que todavía queda esperanza, que una buena dosis de fe y esfuerzo puede hacer que renazca. Me gusta pensar en el olmo de Machado y en sus hojitas verdes brotando con la llegada de la primavera. Yo también, como él, espero que este paciente se levante y ande.
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DÍA DE REYES

            Hace poco paseaba con mi familia por las calles abarrotadas de la capital. Los transeúntes se cruzaban con nosotros cargados de bolsas y regalos. Mi hijo, extrañado, me preguntó por qué la gente compraba tantos paquetes cuando los Reyes estaban a punto de llegar, “¿por qué no se los piden a ellos?”. Ese inocente comentario me hizo reflexionar sobre cómo ha evolucionado tal día como hoy desde hace apenas sesenta años.
            Mi abuelo me contaba, entre risas y alguna que otra lágrima que evocaba la dureza de un tiempo pasado, cómo para él los Reyes marcaron sus primeras alegrías. Recordaba con orgullo un coche de latón con el que solía jugar.
            La generación de mis padres no lo pasó mejor. Una infancia marcada por una férrea posguerra dejó sus huellas en los escasos regalos que los de Oriente dejaban en sus ajados zapatos. Unas castañas o un parchís de madera se contaban entre lo más selecto de los obsequios con los que los tres magos premiaban el comportamiento de unos niños que pasaron su infancia marcados por un conflicto que ellos no habían causado. Cuántas veces habré oído a las vecinas de mis padres, muchas de ellas coetáneas, relatar sus juegos con muñecas de trapo que llevaban vestidos o chaquetas del color de aquel vestido que la pequeña de la familia ya no usaría más puesto que estaba demasiado estropeado y cuyo pelo era igual a la lana con la que su madre había tejido un jersey para el mayor, para que no cogiera frío cuando salía al campo a cosechar.
            Mi generación empezó a disfrutar de los primeros coches teledirigidos popularizados, de bicicletas o patines. Las niñas recibían sus primeras Nancys y sus Lucas; luego llegaron las Barbies con sus Kents y las casas mostraban sus primeros años de bonanza que han ido aumentando según el estado de bienestar se ha ido asentando en nuestros hogares. Ya no había límite para unos hijos que tenían que disfrutar “aquello que nosotros no tuvimos”.
            Los últimos años han estado marcados por un bombardeo comercial. Multitud de catálogos inundan nuestros buzones desde principios de noviembre y los niños se dejan seducir por las últimas tecnologías y los muñecos que hacen de todo y se convierten en todo. Sin embargo, hoy he escuchado en las noticias que en estos últimos años la crisis ha provocado que en muchos domicilios los Reyes hayan visto mermado su presupuesto para regalos y por este motivo han descendido tanto el número como la cuantía de los presentes.
            Y yo, sigo haciéndome una reflexión, ¿lo que importa es el valor del regalo? Indudablemente lo realmente importante es ver la cara de tu hijo abriendo los paquetes que han dejado los Reyes bajo el árbol, al lado de sus zapatos que con tanta ilusión colocaron la noche anterior, antes de irse a la cama a seguir soñando con los tres magos de Oriente que vendrán un año más cargados de imaginación e ilusión.

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