lunes, 1 de abril de 2013

EL JOVEN APRENDIZ DE ESCRITOR



Érase una vez, hace ya algunos años, un joven aprendiz de escritor que soñaba con crear una obra que trascendiera los límites del tiempo; quería ser inmortal por su creación. Se sentía tremendamente atraído por los escritores románticos pues él se veía como un ser incomprendido que no encajaba en el mundo que le había tocado vivir.
            Juan, que así se llamaba el muchacho, se sentía ahogado en su pueblo natal, una pequeña localidad gallega de pocos habitantes y menos recursos. Un buen día sacó toda la angustia que lo consumía y lo mataba día a día y se rebeló contra el mundo abandonando todo lo que le ataba al ambiente rural y pueblerino que tanto odiaba. Cogió sus escasas pertenencias, sin olvidar las Rimas de Bécquer ni los ejemplares en lengua gallega de las obras de Rosalía que había conocido en la escuela local a la que había asistido desde niño recorriendo a diario los casi cuatro kilómetros que la separaban de su casa, y así Juan se marchó, sin despedirse de su madre quien quería para él un futuro seguro.
            Subió al tren que salía de Santiago de Compostela a las nueve de la mañana de un lluvioso domingo de octubre para dirigirse a la capital en busca de un sueño que de antemano sabía inalcanzable.
            -No podrás vivir nunca de escribir; ¿qué clase de trabajo es ese? Búscate un porvenir decente –le decía su madre constantemente, alimentando así sus ganas de volar del nido.
            -Tan decente es ser escritor como abogado o médico –replicaba más para autoconvencerse de sus palabras que para convencer a su progenitora.
            En Madrid se alojó en una mediocre pensión acorde a sus posibilidades económicas. No dedicó ni una sola de las palabras que salían de su pluma para consolar a una madre rota por el dolor que supone la pérdida de su único hijo.
            Dedicaba las mañanas a escribir en su pequeña habitación y las tardes eran su fuente de inspiración por las calles estrechas del centro de la ciudad. Recorría los bares más sórdidos y conocía a las gentes más desfavorecidas, así, vagabundos, borrachos o prostitutas eran sus contertulios en charlas que duraban horas.
            En una de esas salidas conoció a Paulina, mujer de mala vida y extraordinaria belleza, de la que quedó totalmente prendido. Todas las noches la buscaba en el club donde ella trabajaba, observándola moverse detrás de la barra durante las horas nocturnas en las que se dedicaba al oficio más antiguo del mundo. Él nunca había tocado ese cuerpo que desprendía sensualidad y erotismo. La veía cada noche servir copas y dirigirse a los demás clientes con una sonrisa envolvente, mirarlos a los ojos y dirigirles hacia las escaleras que debían conducirles al séptimo cielo. Por las mañanas, con el recuerdo de su imagen en la mente intentaba darle forma en el papel. Buscaba palabras con las que describir sus rasgos, sus movimientos,... pero todos los vocablos eran insuficientes para transmitir lo que sus ojos recogían cuando la tarde caía y la noche se imponía en el firmamento.
            Con el paso del tiempo, Paulina se convirtió en su única obsesión. Ya ni siquiera comía. Volvía a altas horas de la madrugada a la pensión, se tumbaba sobre su ajado colchón y rememoraba cada segundo que había estado observándola. Caía en un estado de ensoñación mientras clavaba su mirada en la astillada puerta de madera carcomida. Sentía, en su sueño, cómo se abría lentamente y una Paulina irreconocible aparecía tras ella. Con un andar seguro y sensual se dirigía a él. ¿Era un sueño? Demasiado real. La sentía entre sus brazos, rozaba sus labios tiernos, y se estremecía de placer. La amaba. Se dejaba llevar por un deseo tan incontrolable como devastador. Después abría los ojos y volvía a mirar la puerta cerrada. Ella no había estado allí, pero en su cuerpo reconocía las marcas de un amor desmedido.
            Una noche, como otra cualquiera, se dirigió al club dispuesto a comprobar que  ese momento había sido real, que todos los momentos vividos en brazos de Paulina habían sido reales, que los productos ilegales que corrompían su cuerpo cada día no eran los responsables de sus encuentros amorosos. Quería comprobar que cada amanecer, cuando salía del trabajo, Paulina se dirigía a su habitación para unir sus almas como las olas abrazaban la roca en el poema de Bécquer que tantas veces había recitado en la soledad de su cuarto.
            Llegó al club a la hora de siempre. Al entrar se sacudió el abrigo, mojado por una fina lluvia que le recordó, después de muchos meses, a su Galicia natal y el recuerdo de su madre le provocó una punzada de dolor en el corazón que alivió la aparición de Paulina bajando las escaleras, deslizando suavemente su mano derecha sobre un pasamanos de madera. Sin retirar la mirada de la mujer se dirigió a la barra y pidió un whisky doble, necesitaba que el alcohol invadiera su cuerpo y su mente. Un cliente entró corriendo. Arreciaba la lluvia. El ruido de truenos lejanos ayudaba a crear una escena esperpéntica donde las muchachas excesivamente maquilladas y ligeras de ropa comenzaban a bailar al son de una música sugerente.
            Juan apuró la bebida de un sorbo y dirigió sus pasos a su amor secreto. Su acto fue recibido por la mujer con una mirada de aprobación.
            -Por fin te decides, Juanito. Tu aspecto me dice que has tenido que renunciar a muchas cosas para reunir el dinero, ¿verdad? –la muchacha se dirigió a él haciendo un análisis de su aspecto demacrado por las noches en vela y los alimentos no consumidos.
            Lo agarró de la mano y lo dirigió escaleras arriba. A mitad de camino se giró, lo miró y lo besó. De pronto, Juan sintió que esos labios no eran los mismos que cada amanecer lo recibían en la soledad de su pensión. Lo estaban engañando. Esa mujer no era la misma que se dejaba amar, los dos tendidos sobre un viejo colchón. La mujer que tenía delante no era la misma por la que había perdido la cabeza. Él se había enamorado de Paulina, no de una vulgar mujer de mala vida que le ofrecía los besos, las caricias, las palabras, y el momento de placer que ofrecía a todos los clientes. Creyó volverse loco. Un fuerte trueno lo devolvió a la realidad. La luz del local iba y venía, bailando al compás de los relámpagos que la tormenta dejaba en la ciudad. En uno de los apagones Juan soltó la mano que Paulina le aferraba y corrió hacia la salida. La tormenta caía incesante sobre el pavimento ya sobradamente mojado. Corrió por las calles conocidas en plena oscuridad, pisando los charcos que salpicaban su mentira a su paso. Había perseguido un imposible que ahora perdía y lo dejaba herido de muerte.
            Llegó a la pensión. El agua seguía cayendo, incansable, pero él ya no la sentía. Se dejó caer sobre el colchón, una vez más, pero esta vez no miró a la puerta. Se giró sobre sí mismo y fijó sus ojos en la pequeña mesa que él mismo había colocado debajo de la ventana. Una nota llamó su atención. Él no la había dejado, estaba seguro. Tendría que haber sido la dueña de la pensión, tal vez reclamándole el último mes que todavía no había pagado.
            Se incorporó, no sin esfuerzo, y alargó su brazo para alcanzar la nota. Reconoció la letra del hijo de la dueña, redonda y cuidada. Leyó aquellas letras que formaban palabras que iban a llegar a su mente para alojarse en ella el resto de su existencia.
            “Señor Juan. Su madre falleció de pena al caer la tarde. Han llamado de su pueblo para rogarle se ponga en contacto con su familia. Reciba mi más sentido pésame. Le recuerdo que antes de marchar a su tierra debe abonar el mes que adeuda.”
            Volvió a leer aquella nota una y mil veces. Volvió a dejarse caer en el colchón. Volvió a llorar como un niño. Había conseguido una historia de amor inalcanzable como sus escritores admirados pero había pagado un precio demasiado caro: el amor de una madre que lo había cuidado y que, a diferencia de las golondrinas de Bécquer, ya no volvería jamás.

Este relato fue mi primera incursión en el mundo de los concursos literarios. Con él me presenté a la  XXXIX Edición del Concurso de Cuentos Ciudad de Tudela. 

2 comentarios:

  1. Felicidades por este cuento. No dices si te concedieron o no algún premio, pero ya lo es haberlo presentado, soltarse la melena. Me gusta esa metaliteratura que aparece y le da verosimilitud de principiante.

    Un abrazo

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  2. Muchas gracias por tu comentario. No lo gané pero me ayudó a quitarme la vergüenza de abrir mis escritos a la gente.

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