domingo, 20 de enero de 2013


¿QUÉ MAL PADECE LA CULTURA?
                ¿Realmente podemos hablar de un mal que acecha y ataca la cultura? La respuesta, desde mi punto de vista, es claramente un sí. Y es que me atrevo a afirmar que la cultura está enferma, es más, creo que agoniza lentamente.
                Solo tenemos que ver el telediario o leer detenidamente un periódico para sorprendernos con el cierre de una librería. Llamó mi atención, hace unos días, el caso de  Catalònia, en Barcelona, que desmantela rápidamente sus estanterías para impregnarse con el aroma de las hamburguesas de una franquicia mundial. La crisis que azota el país está llegando a los pequeños comercios, librerías de toda la vida, aquellas donde nuestros progenitores adquirían sus primeros libros, o donde nos compraron los ejemplares con los que nos hemos formado para llegar a ser lo que hoy somos, y que ante la falta de clientes tienen que echar el cierre. El librero ya no aconseja el último éxito literario paladeando cada metáfora presente en las páginas de un nuevo ejemplar que haría las delicias de un aventajado lector. Hoy en día, nos dejamos llevar por el populismo y en la lista de los más vendidos figuran ejemplares de los famosos de turno contándonos una todavía joven biografía.
Otra patología de esta rara enfermedad que padece la cultura está en el teatro. En mi ciudad, Guadalajara, los artistas luchan por que no se cierre el Teatro Moderno, y buscan un espacio para sacar a la luz su arte al igual que los personajes de Pirandello buscaban a su autor.  Y ya es difícil tener que luchar contra las escasas aportaciones de las Administraciones o tener que llenar el teatro de espectadores reticentes que se dejan seducir por los efectos especiales del cine o los goles de los Cristiano o Messi de turno, como para, además, prescindir de un lugar donde desarrollar tu trabajo.
Y qué decir de los cines. Los desorbitados precios provocan una caída de los espectadores que solo llenan las salas con unos cuantos films, principalmente de aquellos que vienen precedidos de una arrolladora publicidad o que han sido protagonizados por los actores o actrices del momento. Y si acotamos más la cuestión y nos ceñimos al cine español nos damos cuenta de que, aunque vaya ganando en calidad, todavía no tenemos los medios para competir con la imponente industria norteamericana que apuesta por películas no siempre de gran calidad pero que llenan salas imponiéndose a las nacionales.
¿Y la música?  Tampoco se salva.
En definitiva, creo que el diagnóstico de nuestra cultura es desolador pero quiero creer que todavía queda esperanza, que una buena dosis de fe y esfuerzo puede hacer que renazca. Me gusta pensar en el olmo de Machado y en sus hojitas verdes brotando con la llegada de la primavera. Yo también, como él, espero que este paciente se levante y ande.

domingo, 13 de enero de 2013

INVISIBLES


           Todas las mañanas se dirigía al trabajo cargada con su maletín, su bolso y algunas carpetas o libros en la mano. En los pies, unos finos tacones en ocasiones le hacían perder el equilibrio. Siempre vestía elegantes trajes comprados en alguna importante firma de moda. Hacía el recorrido andando, siempre por las mismas calles, reconociendo los escaparates de las tiendas que a esas horas comenzaban con su trasiego matinal.
            Su caminar era rápido, inmersa en sus pensamientos, repasando mentalmente la apretada agenda del día que esa mañana comenzaba con un juicio  por vulneración del derecho al honor. Presentía que, un día más, la jornada se alargaría hasta bien entrada la tarde, por lo que tendría que llamar a Juan para cancelar una comida que había sido pospuesta en otras cuatro ocasiones.
       -Qué paciencia tiene, no sé cómo me aguanta –se sorprendió escuchando sus propias palabras pronunciadas, inconscientemente, en voz alta.
            Llegó a la puerta de los Juzgados. Comenzó a subir las tres escaleras sobradamente conocidas pero no contaba con que sus tacones volvieran a jugarle una mala pasada. A punto estuvo de caer. Una mano salió de no sabía dónde y ella se aferró con fuerza. Levantó la vista para reconocer un rostro que le resultó familiar. Era un hombre, de mediana edad con el rostro curtido por el sol. Su ropa estaba sucia aunque se notaba que no había descuidado su higiene personal.
            -Gracias.
            -Tenga cuidado, podría haberse hecho daño.
          Continuó su camino. Cuando llegó a lo alto de las escaleras se giró, pero el señor había desaparecido. A su mente asomó una imagen que, por repetitiva, había descartado. Un señor, sentado en un banco frente a los Juzgados tocaba un ajado violín todas las mañanas. Un cartel rezaba a sus pies “Tengo familia y no tengo trabajo. Agradezco cualquier ayuda. Gracias”.
        Un profundo sentimiento de culpabilidad la invadió. Pensó en todas esas personas con las que se cruzaba a diario: los que piden, los que venden, los que te limpian el parabrisas del coche en un semáforo, los indigentes que duermen en bancos o cajeros automáticos,... todos ellos, a los que ya se había acostumbrado como si hubieran estado allí, formando parte de la ciudad, ajenos a sus necesidades y expectativas. No había reparado en esas personas porque no formaban parte de su ascenso a su éxito personal.
            Se giró y entró en el imponente edificio. Un guarda de seguridad se acercó.
           -Buenos días, señorita García. En su despacho la esperan  los abogados de las partes.
           -Buenos días Lorenzo, ¿qué tal va la mañana?
           -Bien. Tranquila. Lo único ha sido que han tenido que echar al vagabundo ese que nos da la tabarra con la música todos los días. Ha venido la policía y le han dicho que no vuelva por aquí o será cliente de este edificio –rió su propia ocurrencia.
            La Jueza le dedicó una mirada cargada de tristeza.
           -No soy la única que estaba ciega. Que pases un buen día, Lorenzo.
            Y se marchó a empezar su jornada laboral con una venda menos sobre sus ojos. 

domingo, 6 de enero de 2013


DÍA DE REYES

            Hace poco paseaba con mi familia por las calles abarrotadas de la capital. Los transeúntes se cruzaban con nosotros cargados de bolsas y regalos. Mi hijo, extrañado, me preguntó por qué la gente compraba tantos paquetes cuando los Reyes estaban a punto de llegar, “¿por qué no se los piden a ellos?”. Ese inocente comentario me hizo reflexionar sobre cómo ha evolucionado tal día como hoy desde hace apenas sesenta años.
            Mi abuelo me contaba, entre risas y alguna que otra lágrima que evocaba la dureza de un tiempo pasado, cómo para él los Reyes marcaron sus primeras alegrías. Recordaba con orgullo un coche de latón con el que solía jugar.
            La generación de mis padres no lo pasó mejor. Una infancia marcada por una férrea posguerra dejó sus huellas en los escasos regalos que los de Oriente dejaban en sus ajados zapatos. Unas castañas o un parchís de madera se contaban entre lo más selecto de los obsequios con los que los tres magos premiaban el comportamiento de unos niños que pasaron su infancia marcados por un conflicto que ellos no habían causado. Cuántas veces habré oído a las vecinas de mis padres, muchas de ellas coetáneas, relatar sus juegos con muñecas de trapo que llevaban vestidos o chaquetas del color de aquel vestido que la pequeña de la familia ya no usaría más puesto que estaba demasiado estropeado y cuyo pelo era igual a la lana con la que su madre había tejido un jersey para el mayor, para que no cogiera frío cuando salía al campo a cosechar.
            Mi generación empezó a disfrutar de los primeros coches teledirigidos popularizados, de bicicletas o patines. Las niñas recibían sus primeras Nancys y sus Lucas; luego llegaron las Barbies con sus Kents y las casas mostraban sus primeros años de bonanza que han ido aumentando según el estado de bienestar se ha ido asentando en nuestros hogares. Ya no había límite para unos hijos que tenían que disfrutar “aquello que nosotros no tuvimos”.
            Los últimos años han estado marcados por un bombardeo comercial. Multitud de catálogos inundan nuestros buzones desde principios de noviembre y los niños se dejan seducir por las últimas tecnologías y los muñecos que hacen de todo y se convierten en todo. Sin embargo, hoy he escuchado en las noticias que en estos últimos años la crisis ha provocado que en muchos domicilios los Reyes hayan visto mermado su presupuesto para regalos y por este motivo han descendido tanto el número como la cuantía de los presentes.
            Y yo, sigo haciéndome una reflexión, ¿lo que importa es el valor del regalo? Indudablemente lo realmente importante es ver la cara de tu hijo abriendo los paquetes que han dejado los Reyes bajo el árbol, al lado de sus zapatos que con tanta ilusión colocaron la noche anterior, antes de irse a la cama a seguir soñando con los tres magos de Oriente que vendrán un año más cargados de imaginación e ilusión.